sábado, 11 de abril de 2020

El emisario

En una de las habitaciones del cuartel de la guardia del rey,   se puede encontrar desde hace un tiempo, a un hombre de aspecto maduro, pero joven todavía, que repite palabras aparentemente sin sentido, sobre el príncipe, el rey, sobre miles de personas e historias que nadie conoce. Respetado por sus compañeros, condensando un dejo de lástima con una cálida admiración, recibe su comida, hace sus oraciones, habla mas cosas sin sentido y duerme. Duerme mucho. Algunos dicen que en sus sueños habla con alguien, ríe y es feliz de haber cumplido una gloriosa misión. Pero eso sucede solo en su sueño. Su triste historia, es el raconto de una inevitable frustración.
Desde muy temprano Alberto, hijo de Juan, se destacó entre sus pares, como  un joven especial. Poco dedicado a los juegos con otros niños, demostró una curiosidad insólita, una avidez por conocer el origen de las cosas y por recordar de manera casi frenética, precisa y destallada, todos los hechos, los relatos, todas la explicaciones del mundo que estaba a su alrededor. Juan, un campesino pobre pero a la vez inteligente, pidío al rey su tutela, ya que el joven distraído en sus complicados pensamientos y un poco débil en su contextura, no le resultaba apto para las tareas rurales.
Alberto, introvertido, melancólico y dedicado a sus pensamientos complicados, aceptó sin protestar el desapego de su familia. Comprendía que desde el castillo podría ayudar a los suyos a su manera.
Los primeros tiempos en el palacio fueron difíciles, puesto que sus habilidades de deducción y de memoria no eran completamente valoradas y en algunos casos fueron objeto de alguna burla  (solamente aquellos nobles sabios que lo protegían a pedido del rey, comprendieron rápidamente que se trataba de algo así como un diamante en bruto; un futuro consejero, medico, hechicero u hombre de ciencia, de esos de los que hablaba tanto que existían en otras comarcas , dando soluciones ingeniosas con sus invenciones a los problemas, o en el peor de los casos, diversiones mucho mas interesantes que las bufonadas, al rey y a los nobles de la clase acomodada del reino).
La habilidad de recordar absolutamente todos los sucesos de los que tenia algún conocimiento era su fuerte, anécdotas de viejos y viajeros, reportes de incursiones militares, registros de los almacenes, vinculaciones entre los nobles y sus parientes, hasta de sus hijos naturales, solo por el hecho de ver sus rostros, deslumbraban a todos quienes respetaban al joven genio. Pronto se impuso la idea de darle un estatus de noble, para lo cual se lo instruyó en las artes militares, que superó a duras penas, pero que logró soportar y le permitieron obtener un mínimo rango marcial.
Fue por esta Habilidad de identificar y memorizar rostros y nombres que se le encomendó, luego de la desaparición del príncipe, recorrer todo el mundo conocido, en forma encubierta y con la compañía de un escudero, para hallar algún rastro del hijo del rey, o a reconocerlo en algún paraje escondido, entre los ropajes de la vida de su incógnito exilio.
Pasaron varios años, muchos rostros, muchas historias que llenaron innecesariamente la cabeza del débil muchacho, en la búsqueda del rostro, de las delicadas facciones del príncipe, en cada persona que cruzaba en su camino.
Pero tambien sus pupilas se llenaron de los paisaje, las montañas, mares, personas, costumbres y culturas que teambien lo regocijaron y consolaron de la distancia de su familia y sus pocos amigos.
se baño en los rios, bebió de los mejores vinos, conoció las ciudades mas santas y las mas escabrosas del orbe, llenándose de sensaciones nuevas y magnificas, Su misión no le negó el contacto con la tristeza y la crueldad de las gentes, pero comprendió que eso era parte de un mismo todo y que nada demasiado bueno o malo debía alejarlo de sus objetivo. El y su armero, llamado Jorge, hijo de Luis, llegaron a ser grandes amigos. Se apoyaron mutuamente ante las dificultades y los quebrantos que las dulces ofertas o el amargo encuentro inesperado, que su importante trajín les deparaba. Muchos años después, Jorge daría un exquisito testimonio de los dones de su amigo y compañero de aventuras.
Pero Jorge, mas allá de su admiración, en determinado momento y muy consternado, debió suspender la interminable tarea y emprendió el regreso al reino portando entre los cuadernos de sus alforjas, repletos de nombres, fechas ,cálculosy deducciones, la penosa noticia. 
Sucedió que una noche de verano, entre vahos de alcohol y repasando anotaciones hechas en todo su periplo, comprendió un terrible verdad: al recordar el tercer encuentro con un pescador ,se percató del cambios en su rostro por el paso de los años y su dura tarea. Cerró sus ojos y analizó, en segundos, absolutamente todos los rostros que coleccionaba en su implacable memoria. De pronto, entre miles y miles de recuerdos, emergió la sonrisa triste de un joven escurridizo, del que jamás pudo saber su nombre y volvió a ver, años después, ya curtido por el tiempo, tal vez el frío y los abrasadores soles de los veranos del mar y a la vez de las montañas mediterráneas. La sonrisa del hombre tenía aún la misma expresión de tristeza, una constante en su rostro acuñada por las inclemencias de la vida. Lo comprendió todo, ante sus narices había pasado dos veces, ignorando a su cazador, el príncipe de la presencia volátil,ese  mismo muchacho que él vio al llegar por primera vez al castillo, en los patios, los salones, con su sonrisa amable y triste, siempre alejado de los demás. Una tibia sombra que en cualquier momento se podía desvanecer de allí, solo con el silencioso paso de la luz solar.
Aterrorizado, el Emisario enmudeció y desde ese día su endeble cerebro, avocado al registro y las explicaciones lógicas, jamás se perdonó tan evidente descuido. 
Hoy pasa días enteros tratando de razonar inútilmente donde hallar de vuelta a ese rostro o al menos un método eficaz, para que alguien continúe su amarga tarea.
El sol, con su refulgente y único rostro, de miles de milenios de vida, se oculta en las ultimas horas de la tarde y Alberto, el muchacho memorioso y melancólico, inclina su cabeza sobre su cama y recupera discretamente  su loca alegría  al contemplar en el mundo de la noche, la triste sonrisa del príncipe imposible, bosquejada en una constelación de lejanas estrellas.


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